Todos tenemos un libro que, por la razón que sea, nos ha llegado al corazón. Ese libro que procuras tener siempre encima de la mesilla. Ese libro que te relees veinte veces y en todas te emociona. Ese libro que se te queda en lo más hondo y que pasa a formar parte de ti. Eso significa para mí Cyrano de Bergerac.
En español me lo habré leído por lo menos siete u ocho veces (es una obra de teatro, por lo que se lee bastante rápido), y por fin me he animado a atacarla en francés. Delicioso. Si bien la traducción española mantiene la rima y la esencia, el francés es simplemente precioso. Las palabras de Cyrano emocionan, te exaltan, te enfadan, te hacen reír, te hacen llorar. Es un maestro de la palabra, y lo demuestra a lo largo de toda la obra. Ama apasionadamente, aunque no sea correspondido, y se resigna a permanecer en la sombra por la felicidad del ser amado. Sus intervenciones me llegan al corazón. Edmond Rostand nos muestra la naturaleza humana en todo su esplendor, cómo este hombre que aparenta ser fuerte e independiente no tiene más confianza que cualquiera de nosotros. Cyrano es un personaje brillante, que para mí representa, sin lugar a dudas, el paradigma del amor. Ser amado así, qué belleza.
Tampoco voy a hacer un resumen ni una crítica de la obra, pero la recomiendo encarecidamente, y si no leerla, ir a verla al teatro en cuanto la ponga. Yo, sin duda, soy la primera que corre a las taquillas cada vez que la veo por Madrid.
Una obra maestra que, por desgracia, no ha tenido el reconocimiento que merece. Cyrano, eterno.
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